El libro de la serenidad



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  • Quietud

Los dos monjes



Dos monjes abandonaron por unos días el monasterio para viajar hasta su pueblo a fin de visitar a sus familiares. Eran un monje an­ciano y un monje joven. Se pusieron en marcha, pues harían el via­je a pie. Estaban caminando un día cuando de repente escucharon una voz que pedía socorro. Prestos se dirigieron al lugar del que emergía la voz. Eran gritos de angustia y auxilio.

A lo lejos vieron a una joven que era arrastrada por la corriente del río, que ponía en evidente peligro su vida. El monje más joven se lanzó a las aguas del río, cogió a la joven entre sus brazos y la colocó a salvo en la orilla. Después regresó hasta donde estaba el otro monje y ambos se pusieron de nuevo en marcha. Pasaron unas horas. Entonces el monje anciano le dijo al monje más joven con tono increpante y desabrido:

-No sé si es que has olvidado nuestra regla o has querido olvi­darla. Nos está estrictamente prohibido tocar a mujer alguna y tú la has tomado entre tus brazos.

El monje joven repuso:

-Yo cogí a esa mujer y la deposité en la orilla del río. Tú, sin embargo, todavía la llevas encima.
Comentario
En la senda del autoconocimiento, es necesario el examen de la mente. Cuando comenzamos a indagar en ella, descubrimos hasta qué punto puede ser una locura. Pero como nadie puede vivir sin mente, la única alternativa es esclarecerla y ordenarla. En el conte­nido mental descubriremos cosas que no nos van a gustar: insin­ceridad, odio, codicia desmedida, egoísmo atroz, y otras. Descu­briremos también hasta qué punto la mente es un cementerio donde se van acumulando cadáveres, pero que a diferencia de los muertos, siguen operando desde la oscuridad y condicionándonos. La mente arrastra, perpetúa, acarrea... Se ha vuelto en muchas per­sonas un ropero viejo, con prendas apolilladas y malolientes, que uno no se decide a arrojar al cubo de la basura. La mente sigue re­cordando aquel desprecio que hace años nos hizo una persona o aquella deslealtad de un amigo o aquella dolorosa ruptura senti­mental o la bofetada que el profesor nos propinó en el colegio. Los cadáveres danzan en el trasfondo de la mente y el pasado condi­ciona el presente y a su vez proyecta el futuro. Pero para que algo pueda tomarse, algo debe dejarse. Como afirma una instrucción: «Todos los días debes olvidar algo, todos los días algo debes apren­der». Las memorias negativas nos causan desasosiego y sufrimien­to. Aunque ha sido muy repetido, no deja de ser hermoso y signi­ficativo el aforismo de Tagore: «Si lloras porque se ha marchado el sol, no podrás contemplar las estrellas». La meditación es una práctica extraordinaria para enfocar el presente y superar las me­morias negativas. No quiere decir que te olvides de tu nombre o de la dirección de tu casa, no, sino que las memorias psicológicas no invadan tu mente y sigan actualizándose en ti como si en el pre­sente esos hechos se estuvieran produciendo.

Quietud



El maestro le insistía al discípulo una y otra vez sobre la necesi­dad de cultivar la quietud de la mente. Le decía:

-Deja que tu mente se remanse, se tranquilice, se sosiegue.

-Pero ¿qué más? -preguntaba impaciente el discípulo.

-De momento, sólo eso -aseguraba el maestro.

Y cada día exhortaba al discípulo a que se sosegase, superando toda inquietud, y a encontrar un estado interno de tranquilidad. Un día, el discípulo, harto de recibir siempre la misma instrucción, preguntó:

-Pero ¿por qué consideras tan importante la quietud?

El maestro le ordenó:

-Acompáñame.

Le condujo hasta un estanque y con su bastón comenzó a agi­tar las aguas. Preguntó:

-¿Puedes ver tu rostro en el agua?

-¿Cómo lo voy a ver si el agua está turbia? Así no es posible -re­plicó el discípulo, pensando que el maestro trataba de burlarse de él, y agregó-: Si agitas el agua y la enturbias, no puede reflejarse claramente mi rostro. .

Y el maestro dijo:

-De igual manera, mientras estés agitado no podrás ver el ros­tro de tu Yo interior.
Comentario
Hay mucha agitación en la mente y, por tanto, en la sociedad y en el mundo. De ella sólo nace confusión. Hay quien se lamenta: «¡Qué bien me sentiría si no tuviera esta agitación!». Otras perso­nas: «La ansiedad me come». Agitación en el trabajo, en las rela­ciones, en las calles de la ciudad, en la familia, en la escuela o en la universidad, en la propia mente. Una mente agitada asociada a otra mente agitada significa doble de agitación, que es todo lo con­trario del bienestar. Altera las funciones orgánicas y las mentales, perturba las relaciones, genera una crispación creciente y nos im­pide estar a gusto con nosotros mismos y conectar con nuestra fuente de quietud y vitalidad.

Somos un microuniverso, un potencial de vitalidad, pero a ve­ces sentimos que «no podemos ni con nuestra alma». Expresión significativa y hermosa, porque «.alma» es también «ánima» o «áni­mo», «vitalidad», «energía». Al estar agitada, la conciencia pierde en claridad e intensidad, y las potencias ciegas del subconsciente encuentran vía para emerger y condicionamos aún más. No somos más libres, sino mucho menos, y no podemos escuchar nunca la voz de nuestro Yo real, porque el griterío de la confusión mental y psíquica es ensordecedor. La agitación conduce al hacer mecánico y compulsivo; muchas personas, por ello, elevan neuróticamente su coeficiente de actividad al máximo. Es otro modo de escapar y no mirar el ser interior. La tranquilidad, por el contrario, nos orien­ta hacia nuestra propia identidad y nos invita a mirar, cara a cara, a nuestro rostro original.

Sin embargo, en la sociedad todo está especialmente organizado para crear tensión sobre la tensión, alienar al individuo y robarle la paz interior. Todo el énfasis se pone en la producción y el individuo vale lo que produce y se convierte en una arandela insignificante en la atroz maquinaria de la sociedad cibernética. El caso es no parar; el caso es no detenerse; el caso es no ser uno mismo.

De todo ello sacan ventaja los líderes políticos y los mercenarios del espíritu. Es más fácil conducir, manipular y dominar a una per­sona que siempre está agitada y ofuscada; basta con darle carnaza al ego voraz. Al místico sereno y contemplativo, conectado con su ser real, no se le puede manejar. Es el verdadero revolucionario. Se le puede atormentar y matar, pero no manejar. No es lo suficiente­mente agitado para alienarle y, por tanto, no puede formar parte de las filas de la colectividad alienada y no interesa. La agitación sirve al ego simiesco y hambriento; la paz sirve a nuestro ser real. La me­ditación es morir al ego por unos minutos para nacer al yo real. De­jamos por unos minutos el mundo fuera de nosotros, porque por ello no se va a parar, y nos desconectamos de nuestras actividades, tensiones y afanes, para remansarnos como las aguas límpidas de un lago y sentir la energía de nosotros mismos, nuestra pacífica subjetividad.




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